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El comienzo fue una pregunta

Esto empieza un día en la oficina, uno como otro más. Delante mía la pantalla del ordenador, el cursor del ratón desplazándose de un lado al otro del interfaz gráfico, los clic aquí y allá ejecutan las tareas diarias con la misma regularidad que el día anterior.

Es ya la hora de salir y pongo la huella dactilar de mi dedo índice en la máquina de registro de jornada. OK. Franqueo el umbral de salida de la puerta, y con los pies ya fuera de la oficina, veo a alguien que sube con su bici la cuesta que sale del garaje haciendo un esfuerzo, puesto en pie. Entonces un recuerdo viene a mi mente, un recuerdo que me genera sensaciones encontradas, de libertad, de viaje, de naturaleza, de lucha.

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Me acuerdo de alguien. Llego a mi casa y voy directo al trastero. Allí está, me mira con ojos curiosos preguntándome que qué hago allí a esa hora un Lunes por la tarde, cuando lo normal es recibir visitas sólo los Sábados por la mañana, muy pronto, cada quince días. Pienso para mí que la libertad no tiene horarios, obligaciones, ni rutinas, y que la sientes, y la necesitas más que nunca, cuando menos te lo esperas. Pero no le digo nada, no quiero que se piense que estoy loco por estar hablando con ella, una bicicleta, un amasijo de hierros inerte al fin y al cabo que no habla, como los animales.

No sé cómo fue, cómo supo lo que pensé en aquel momento, debió ser su poderosa intuición de máquina, pero un día, mientras daba pedales por un camino recto que parecía no tener fin, lejos de mi casa, le oí susurrarme algo:

«Una bicicleta es una máquina, así es, un amasijo de hierros inerte que no habla, como los animales, pero ¿sabes qué? Puede ayudarte a encontrar algunas respuestas que sólo están dentro de ti»

Ese día, conocí un poco más el valor de la humildad, pero le prometí seriamente que nunca más aceptaría preguntas fuera del horario establecido.